Pedro Garfias Miguel Polaino-Orts
“Con España presente en el recuerdo con México presente en la esperanza”
Pedro Garfias
“Hoy el suelo de Méjico es más rico, más pobre el cielo de Sevilla” Aquilino Duque
Hace medio siglo nacía un libro fundante en la nueva literatura hispanohablante -Cien años de soledad- y hace cincuenta años moría también uno de los escritores más honestos, desconocidos y sorprendentes de nuestra poesía: Pedro Garfias Zurita, salmantino de nacimiento, sevillano de adopción, poeta del destierro, del dolor, de la derrota, de la soledad. Su madre, Dolores Zurita Chía, sevillana, había nacido en 1880; su padre, Antonio Garfias Domínguez, onubense de Alosno, en 1866, ciento un años antes de la muerte de su hijo. Pedro -segundogénito del matrimonio andaluz- vino al mundo el 27 de mayo de 1901 en Salamanca, donde su padre -responsable del contrato del consumo del Ayuntamiento salmantino- entonces laboraba. A comienzos de 1905, cuando contaba tres años y medio de edad, retorna su familia a tierra andaluza. Ahí crecerá el joven Pedro; ahí nacerá literariamente el poeta Garfias. Las provincias de Sevilla y de Córdoba albergarán a la familia Garfias los años siguientes. De 1905 a 1911 en Osuna (Sevilla), la vieja Urso romana, bella conjunción monumental del renacimiento andaluz, sede de la antigua y famosa Universidad, tierra de Manuel María de Arjona y de Rodríguez Marín, cuna de la Lex Ursonensis; de 1911 a 1916 en Cabra, provincia de Córdoba, la tierra de Alcalá Galiano y de Juan Valera, el municipio donde vivió Miguel de Cervantes hace 460 años, entre 1558 y 1563. Ambos períodos modelan intensa, violentamente la personalidad del joven Garfias. Los años ursaonenses hicieron de él -a la fuerza ahorcan- un niño solitario y retraído. Los años egabrenses supusieron su nacimiento a la literatura.
El tránsito de la familia Garfias por la provincia sevillana se vería, en efecto, alterado por la muerte de Doña Dolores, en 1909. Pedro contaba ocho años, uno más su hermano mayor. La muerte de su madre le sume en la soledad y en el silencio. Pedro se convierte en un niño taciturno, ensimismado, tendente a la soledad (la soledad será un concepto central de su poesía y, ay, de su vida). La comunicación exterior del joven Pedro es casi inexistente. Por no hablar, no habla ni con su padre. Andando el tiempo evocará su mutismo, la falta de fluidez en la comunicación paterno-filial, en un poema memorable :
“¿Por qué no hablamos nunca, largamente, tú y yo, padre, cuando esto era posible, como dos hombres, como dos amigos,
o dos desconocidos que se encuentran
en la jornada y echan un cigarro
y se sientan al borde de la vida mirando pasar la tarde y el camino
y hablan, hablan y callan, pausas de humo, miradas vagas, las palabras caen
o se quedan flotando en el silencio,
a veces dicen la verdad primera,
el origen, la fuente, y se desnudan,
las palabras desnudas amanecen,
por qué no hablamos nunca, solos, largo?…”.
Su hermetismo encontrará remedio, al cabo del tiempo, en su consagración a la Literatura. También, luego, su compromiso político y social, que expresará asimismo mediante la pluma y la palabra. El poeta es un solitario que habla a través de la poesía (la poesía como comunicación, la lírica como vinculación entre la realidad y el deseo, el verso como expresión de sentido comunicati- vamente relevante). Su locuacidad, su expresividad poética nacerá pronto, en años inminentes, coincidiendo con el traslado del pater familias (contraídas ya segundas nupcias con Felisa Rodríguez García en 1911) de Osuna a Cabra. En la población cordobesa amista el joven Pedro con varios escritores locales, frecuenta reuniones literarias en torno al Centro Filarmónico (que, como dice el estudioso Moreno Gómez, “lo marcó para siempre” ), y ahí publicará también su poema primero, que titulará -paradójicamente- “Versos castellanos” (en La Opinión, con fecha 21 de mayo de 1916, cuando el poeta adolescente tiene aún catorce años). ¿Castellanos? Hace once años y medio que vive en Andalucía a la que llegó con tres y medio. Pero quizá rememoraba en ese momento frío y seco su tierra natal, la tierra en la que su madre le dio a la luz; quizá sus versos primeros fueran un regreso hasta el centro de su corazón, como en los conmovedores versos de Luis Rosales a su madre:
“(…) no sé cómo
voy a llegar, buscándote, hasta el centro de nuestro corazón, y allí decirte, madre, que yo he de hacer en tanto viva que no te quedes huérfana de hijo, que no quedes sola allá en tu cielo, que no te falte yo como me faltas” .
Tiempo vendrá, y no tardando, en que Pedro Garfias prime, aun a la distancia, su andalucismo, su amor a la tierra de su juventud, por encima de otras circunstancias vitales (hasta Pablo Neruda le recordará luego “poeta andaluz” y algunas antologías y crónicas de entonces lo tienen igualmente por nacido en Andalucía ). Quizá no yerren del todo quienes eso suponen. “Mi corazón está donde ha nacido / no a la vida, al amor”, escribió Antonio Machado . Pedro Garfias nació al amor, a la
poesía y al dolor en su tierra andaluza.
En mayo de 1916 termina el Bachillerato en el Instituto de Cabra y durante el año académico 1916/17 se matricula en el curso Preparatorio de Derecho en la Universidad de Sevilla. Inmerso ya como andaba en la decantación de su vocación literaria, más preocupado por la literatura que por el Derecho, hubo de repetir el curso al año siguiente (su inscripción, por cierto, como alumno en la Facultad sevillana de Derecho, que en este 2018 celebra el Quinto Centenario de su fundación, tendría antecedentes ilustres entre los literatos, desde Mateo Alemán a Juan Ramón Jiménez y en las aulas universitarias coincidiría con un atildado compañero de estudios con el que, andando el tiempo, compartiría una vida paralela en el exilio, en la vocación literaria y hasta en su muerte mexicana: Luis Cernuda). Pero pronto dejará de lado los enrevesados problemas jurídicos y se consagrará de lleno a la literatura. De Sevilla se traslada a Madrid, lanzado ya al vacío de la moderni- dad literaria, en la senda del creacionismo y del ultraísmo. En la capital entabla prontamente amistad con el escritor sevillano Rafael Cansinos-Asséns, a quienes los jóvenes del Ultra, tienen por maestro, y luego conoce al chileno Vicente Huidobro, que confiere al grupo de la juventud creacionista un espaldarazo literario. Entre los medios principales de difusión de su ideario y de su obra destaca, quizá por encima de todas, la revista sevillana Grecia, fundada en 1918, donde Pedro Garfias firmaría en 1919 “Un manifiesto literario”, la presentación en sociedad del ultraísmo literario español, que lleva las rúbricas de Xavier Bóveda, César A. Comet, Fernando Iglesias, Guillermo de Torre, Pedro Iglesias Caballero, Pedro Garfias, J. Rivas Panedas y J. de Arocas . En el mismo empeño literario se encontrarían Gerardo Diego y Jorge Luis Borges, visitante de Sevilla en aquellos años y colaborador activo de la revista Grecia, dirigida por Isaac del Vando-Villar y con Adriano del Valle como Redactor Jefe, y donde también menudearía la firma de Pedro Garfias, uno de los más activos en esas páginas perdurables, y que intimaría con Borges en esos años fundacionales.
Y pronto, ya, imparable y frenética su actividad literaria, su amistad con Moreno Villa, Lorca, Alberti y Buñuel en la Residencia de Estudiantes, la publicación de su libro primero (Alas del sur, en 1926), su noviazgo inicial con Lolita Neira, su matrimonio con Margarita Fernández Repiso el uno de diciembre de 1929, su vuelta por motivos profesionales a la provincia de Sevilla (residirá en Écija en 1928 y 1929) y luego en la de Jaén, su implicación política en la antesala de los años turbulentos, en los que demostró su compromiso político y social adscribiéndose al Partido Comunista el año 1931, al tiempo que se proclamaba la República… Son años de consagración literaria, en los que vence su mutismo con la poesía y da cauce a sus inquietudes con la palabra, pero también serán, pronto, años de desengaños, de familiarización con la muerte, de convivencia con el dolor. A la muerte temprana de su madre, antes de cumplir sus diez años, añadirá, en plena juventud, la de un amigo del alma, compañero de aventuras y de empresas literarias y culturales de sus primeras ilusiones. Y -luego- la ruptura abrupta de la guerra, la desafección, el olvido, la muerte (la muerte de su familia más íntima y, asimismo, la muerte de gente querida, tan cercana). “Viviste plenamente tu vida de poeta”, le escribirá a Lorca , en su despedida publicada en el poemario Héroes del Sur, de 1938, el último suyo publicado en España y ya perfumado con aroma de martirio. Y añadirá: “y muertos te mataron a ti, que eras la vida / y la espiga y el árbol y la yerba y la rosa”. Ya en el exilio le llegaría el hachazo invisible y homicida que derribó a Miguel Hernández, el camarada rebelde, el otro poeta del pueblo, a quien dedicará también versos conmovedores.
Son años en que supera la timidez con el arrojo, el retraimiento con la beligerancia. Probablemente no haya otro nombre en la literatura del momento tan comprometido con la política como Pedro Garfias, a excepción de Hernández, el pastor poeta, otro caso paradigmático de retraído que, como Garfias, vence con belicosidad e inconformismo el creciente mundo de las injusticias. Su implicación en la causa social, en la revolución política es intensa, plena, incondicional, y protagonizará campañas de agitación en diversos frentes. En esa época escribirá, por ejemplo, poemas de guerra que no son, como los de tantos otros, de pura circunstancia sino de elevada belleza, de técnica depurada, un documento humano y literario de primer nivel. “Su poesía de guerra fue de lo más auténtico, humano y sincero que salió de su alma”, dirá el estudioso Moreno Gómez . Con ellos ganará, en 1938, el Premio Nacional de Literatura, ex aequo con el poemario Destino fiel de Emilio Prados, otra vida, otra muerte paralela en el exilio mexicano . En el jurado del Premio figuraban Antonio Machado, Tomás Navarro Tomás y Enrique Díez Canedo, con el que luego coincidirá en tierra mexicana. Allí, ya en México, se publicarán en 1941, los versos de Garfias bajo el título -sobrio, desencantado- de Poesía de la guerra española , tras una primera edición española -modesta e inicial- de 1937 .
La guerra, la muerte, el dolor, el exilio fueron adumbrando su poesía de “soledad y otros pesares”, parafraseando un brillante (y vibrante) título suyo , uno de sus varios libros mexicanos. Le acompañarán ya para siempre. Durante la guerra civil, del 36 al 39, mantiene activamente su militancia antifranquista, participando como comisario político en actividades múltiples. A la vista del empeoramiento progresivo de la situación, Garfias se ve obligado a abandonar España. Es la noche del 9 al 10 de febrero de 1939 cuando deja, por el puerto de Portbou, su país para siempre. Es el éxodo de una generación literaria, intelectualmente brillante. Unos días antes, a fines de enero de 1939, días antes de la ocupación de Barcelona por el ejército nacional, sale de la capital catalana camino de la frontera francesa, en una ambulancia proporcionada por el Director General de Sanidad José Puche Álvarez, una expedición en la que se integran, entre otras personas, un poeta y profesor sevillano: Antonio Machado y su madre octogenaria Doña Ana Ruiz, además del Profesor Joaquín Xirau, Catedrático de Filosofía, y su esposa Pilar Subías, padres del joven Ramón, que andando el tiempo se convertiría en destacado poeta y filósofo en México, su país de adopción. Para Garfias, como para los Machado y los Xirau, la tragedia del exilio comenzaba recién. Ya no volverían a España jamás. Para algunos fue efímera, para todos dramática. Antonio Machado moriría casi inmediatamente, en el puerto de Collioure, pocos kilómetros después de cruzar la frontera, el 22 de febrero de 1939, después de una agonía rápida, triste y dolorosa. Dos días después, allí mismo, fallecería su madre, que había agonizado, junto a su hijo, en la cama de al lado . Para Garfias comenzaba un largo exilio que le llevaría por tierras francesas, inglesas, americanas. Tenía 37 años. No regresaría a España. Era también para él, como he dicho en otro sitio, el primer día del resto de su vida , entre el recuerdo y la esperanza.
“Qué hilo tan fino, qué delgado junco -de acero fiel- nos une y nos separa con España presente en el recuerdo con México presente en la esperanza” .
Apresado en el campo de concentración de Haras, cerca de Perpignan, logra escapar a París, donde le da posada el escritor Corpus Barga, tío de Ramón Gómez de la Serna y luego exiliado largos años al Perú (son deliciosos sus libros de memorias Los pasos contados). De Francia, tras despedirse de su esposa, pasa Garfias el 6 de marzo de 1939 a Inglaterra, donde vive en el castillo de Gavin Henderson -segundo Lord Faringdon- en el pueblo de Eaton Hastings, en el condado de Berks. Allí pasará dos meses en los que alumbrará el más bello poemario salido de su pluma (“Garfias sublimó el castigo del exilio con la más alta poesía” ), el más relevante de todo el exilio español en opinión de Dámaso Alonso: Primavera en Eaton Hastings, y donde vivirá momentos de desesperación y de angustia, de resignación y de llanto. Pablo Neruda, su amigo de los años madrileños de los primeros treinta, recuerda en sus memorias póstumas una anécdota de Garfias durante sus días de exilio que mucho habla de su mutismo y de sus desmemoriadas y comunicables soledades:
“[…] El castillo estaba siempre solo y Garfias, andaluz inquieto, iba cada día a la taberna del condado y silenciosamente, pues no hablaba inglés sino apenas un español gitano que yo mismo no le entendía, bebía melancólicamente su solitaria cerveza. Este parroquiano mudo llamó la atención del tabernero. Una noche, cuando ya todos los bebedores se habían marchado, el tabernero le rogó que se quedara y continuaron ellos bebiendo en silencio, junto al fuego de la chimenea que chisporroteaba y hablaba por los dos.
Se hizo un rito esta invitación. Cada noche Garfias era acogido por el tabernero, solitario como él, sin mujer y sin familia. Poco a poco sus lenguas se desataron. Garfias le contaba toda la guerra de España, con interjecciones, con juramentos, con imprecaciones muy andaluzas. El tabernero lo escuchaba en religioso, sin entender naturalmente una sola palabra.
A su vez, el escocés empezó a contar sus desventuras, probablemente la historia de su mujer que lo abandonó, probablemente las hazañas de sus hijos cuyos retratos de uniforme militar adornaban la chimenea. Digo probablemente porque, durante los largos meses que duraron estas extrañas conversaciones, Garfias tampoco entendió una palabra.
Sin embargo, la amistad de los dos hombres solitarios que hablaban apasionadamente cada uno de sus asuntos y en su idioma, inaccesible para el otro, se fue acrecentando y el verse cada noche y hablarse hasta el amanecer se convirtió en una necesidad para ambos.
Cuando Garfias debió partir para México se despidieron bebiendo y hablando, abrazándose y llorando. La emoción que los unía tan profundamente era la separación de sus soledades.
– Pedro -le dije muchas veces al poeta-, ¿qué crees tú que te contaba?
– Nunca entendí una palabra, Pablo, pero cuando lo escuchaba tuve siempre la sensación, la certeza de comprenderlo. Y cuando yo hablaba, estaba seguro de que él también me comprendía a mí.” .
El 25 de mayo de 1939 embarca en el mítico paquebote Sinaia camino de México. Parten del puerto de Sète y unas semanas después (dieciocho días, exactamente) arribarán al puerto de Veracruz, con las mismas dudas, idénticos temores, parejas esperanzas con las que, 420 años antes, arribara al mismo puerto Hernán Cortés durante la Semana Santa de 1519. Componen la expedición del Sinaia casi dos mil personas, entre ellos muchos compañeros de letras, partícipes de la desgracia, amigos del alma: Juan Rejano, Benjamín Jarnés, Eduardo de Ontañón, Adolfo Sánchez Vázquez, Antonio Sánchez Barbudo, Manuel Andújar. (México: destino final, como el de tantos exiliados españoles, toda una generación de brillantes intelectuales, escritores, profesores, científicos, filósofos, poetas, que se vieron favorecidos por la generosa decisión personal del General Lázaro Cárdenas de recibirlos en tierra mexicana y de brindarles hospitali- dad y trabajo ). En México vivirá Garfias 28 años, recorriendo el país, errabundo, bohemio y errante, del norte al sur, del este al oeste, de Veracruz a Guadalajara, de Ciudad de México a Monterrey. Allí se acentuaron su alcoholismo, sus neurosis y sus dolencias, allí sublimó sus soledades y sus amarguras, pero también sus amistades. Querido por todos, por todos admirado, Elena Poniatowska me lo ha recordado extrovertido y locuaz, con la locuacidad del ebrio, él tan meditabundo .
En México publicará sus últimos poemarios, todos sobre la misma temática (el amor, el olvido, el encuentro, la soledad, el recuerdo, la desesperanza, la muerte), empezando por el conmovedor libro Primavera en Eaton Hastings, un hermoso documento del exilio, redactado -siendo ya carne transterránea, pero con el corazón en su tierra- “en Inglaterra, durante los meses de abril y mayo de 1939, a raíz de la pérdida de España”. Será su primera publicación foránea (aparecerá en 1941) y se reeditará, también allí, veinte años después (es el único texto garfiano que conocerá reedición, como obra exenta, en vida del poeta, además de su reedición en Soledad y otros pesares, en 1948 ). La Primavera… es un poema nacido del dolor, de la desesperación, de la desesperanza: un canto conmovedor sobre la soledad del transterrado que supura -en cada sílaba, en cada verso- dolor y la conciencia sobre la inexorabilidad del exilio, que ya no tiene vuelta atrás. El libro se compone de poemas (numerados del I al XX) más otros dos “intermedios de llanto”: una sucesión torrencial de sentimientos, una confesión patética y conmovedora de imágenes y de sentidos trasladados sin interrupción al exterior, con palabras vibrantes. Los críticos han señalado el proceso creativo del poeta: escrito en breves días, como en una revelación, todavía en tierra británica, durante los meses de abril y mayo de 1939. Cuatro o cinco conceptos pueblan el discurso como en una obsesión permanente, recurrente y cegadora: la soledad, el olvido, el color cambiante -mutable, declinante- de la primavera al invierno, el temor al horror vacui, la necesidad de hablar frente al silencio, el futuro inminente en un presente ausente, la necesidad de vivir cuando la vida termina:
“desiertas soledades”, “verdes campos inmortales”, “piel inmaculada de la tarde”, “rumoroso pelo embravecido”, “risa palpitante”, “ramas verdeantes”, “finas cuerdas del silencio” (poema I), “clara soledad me va creciendo” (II), “soledad perfecta”, “soledad callada”, “silencio transparen- te” (III), “dulce pesadumbre”, “pulmón de sombras” (IV), “Yo te puedo poblar, soledad mía”, “mi blanca Andalucía” (V), “La España que he perdido” (VI), “libertad de andar a mi albedrío” (VII), “llorar sobre mis llantos olvidados” (primer Intermedio de llanto), “llantos infantiles” (VIII), “viento enamorado”, “El viento tiene palabras” (IX), “bosque en primavera” (X), “sol que me funde” (XI), “si me pusiese en pie (…) / podría hablar contigo” (XII), “Eso fue todo” (XIII), “azules, blancas, doradas”, “el silencio tiene un nombre / Tu silencio” (XIV), “dolor mordido”, “yo he de gritar mi llanto”, “mi llanto de becerro que ha perdido a su madre” (segundo Intermedio), “Andar es lo ordenado. / Seguir nuestro camino” (XV), “gran voz”, “mensaje a través de las aguas”, “sobra que me acompaña” (XVI), “camine conmigo”, “bosque primaveral”, el empleo de futuro en alguien que no tiene futuro: “volverá”, “veré”, “traerá” (XVII), “hermano fuego”, “viento enamorado”, “corazón palpita y canta” (XVIII), “cielo”, “verdes”, “desnudez”, “horizonte” (XIX), “dolor contigo”, “sencillez”, “dignidad”, “Hombres de España muerta / hombres muertos de España / compartísteis lluvia y espanto” (XX)…
Primavera en Eaton Hastings se vivió (es un poema vivido) físicamente en Inglaterra pero mentalmente en España con el pensamiento puesto en un lugar ignoto, en un sitio desconocido: el destino del poeta, el lugar que el destino le había de deparar. La obra no se publicaría hasta tiempo después, en las prensas mexicanas de Tezontle, a fines de abril de 1941 , en edición a cargo del joven Francisco Giner de los Ríos (1917-1995), depositario de un apellido cimero, y del mismo autor. Es conocida la anécdota sobre la ausencia de un manuscrito físico del poemario. Parece que al visitar al editor mexicano con vistas a la publicación, éste le requirió el texto para su revisión. Con incredulidad oyó la respuesta del poema: no disponía de copia autógrafa ni mecanografiada, pero a continuación sorprendió a todos dictando a la mecanógrafa el texto íntegro que conservaba grabado, a sangre y fuego, en la memoria. Aunque algún estudioso la considera apócrifa , lo cierto es que la narra un testigo directo de los hechos: el propio Giner, y -en todo caso- no sería extraño que en persona tan sensible a episodios vitales tanto afectara el trauma del exilio, ni permaneciera inolvidada por largo tiempo esa vivencia (España grabada indeleble, al cabo de los años idos, en el corazón del poeta). La primera edición, mexicana, de la Primavera mantiene también vivo el aire y el ambiente en que se concibió. Como sostiene José María Barrera, “(a)l observar la primera edición y ver, en su portada el dibujo de Moreno Villa, con árboles, hierbas y lluvia, el lector se siente trasplantado a ese mundo de sentimientos y realidades donde -entre versos y lágrimas- se puebla la soledad interior de un hombre deshabita- do” . Veinte años después aparecerá una segunda edición, impresa en los talleres gráficos de la Librería Madero, el 15 de diciembre de 1962, bajo el sello de la editorial Era, con cuatro dibujos de pintores exiliados o oriundos de España: Arturo Souto, Antonio Rodríguez Luna, Vicente Rojo y Alberto Gironella .
Primavera en Eaton Hastings marca un hito fundamental en la obra y en la vida de Pedro Garfias. Sus líneas constituyen una confesión desgarradora, el más sincero documento notarial de confesión sobre el exilio. Entre la primera y la segunda edición transcurre la vida mexicana de Pedro Garfias. Será la primera publicación de Garfias en su país de adopción y también la última. Entremedios dará a la imprenta un puñado de libros conmovedores que llevaban en su cauce un Río de aguas amargas, como tituló el último de ellos (sin contar la segunda edición de Primave- ra…) aparecido en tierra mexicana, en 1953 . Años después, en 1962, el historiador, político y diplomático Santiago Roel, a quien Garfias había dedicado su Río… y que, con el tiempo, sería Ministro de Relaciones Exteriores entre 1976 y 1978 en el Gobierno de López Portillo, publicaría una biografía de Pedro Garfias . Aun alcanzaría Pedro Garfias su gloria póstuma en algunas composiciones artísticas y literarias posteriores. Víctor Manuel musicaría un poema suyo que haría fortuna, aunque sea desconocido para muchos que la letra de esa canción la escribió nuestro poeta. Y el escritor exiliado Max Aub lo haría protagonista de su novela Campo de los almendros, de 1968, en momento inmediatamente posterior a su muerte, como décadas después, el malogrado (y celebradísimo) Roberto Bolaño en su novela Amuleto (1999), donde literaturiza a Garfias y a León Felipe, otro símbolo del exilio literario hispano: “don Pedro no se reía, Pedrito Garfias, qué melancólico, (…) me miraba con ojos como de lago al atardecer”. (La metáfora del lago rememora la imagen garfiana del “agua presa”, recurrente en su literatura primera, todavía presa de la opresora España: “A lo lejos, sobre el horizonte, glogoteaba el día, como un agua presa” ; “muerta la aurora, igual que un agua presa” …). Y varios estudiosos (como Ángel Sánchez Pascual, Francisco Moreno Gómez o José María Barrera) le dedicaron su atención en diversos estudios y ediciones, como la bella colectánea de los núms. 115 a 117 de la mítica revista Litoral, en 1982. También el Ayuntamiento mexicano de Guadalajara editó en 1985 un bello volumen misceláneo en su homenaje.
La muerte le llegó, sexagenario, envejecido, agotado de soledad, saturado de vida y biografía. La historia de Pedro Garfias es, en México, la de una destrucción, lenta, pausada, como en su Primavera inmortal, con intermedios de risas y de llantos. Vagabundeó por la república mexicana con espíritu inquieto de inconformista irredento. Vivió años frenéticos de amistad y de vida en los que superó su soledad juvenil con elocuencia de madurez regada de tequilas, amistades y versos.
“El iba solo tambaleándose. Borracho de amor, borracho de hambre borracho de alcohol, quién sabe.
El iba solo tambaleándose.” .
A la postre, se confunden sus huesos con su país de adopción en la tierra mexicana. Pero también, al final, se confunden sus restos, en un viaje de retorno en la memoria y a la juventud, con su España natal, con su tierra española. El mismo Pedro pidió (como ha recordado Manuel García en un poema bellísimo ), en versos, que vertieran tierra suya en la boca inerte al momento de su viaje postrero.
“Me gustaría
que fuese tarde y obscura la tarde de mi agonía.
(…)
Me gustaría
que me llenasen la boca de tierra mía” .
Volvían, así, las reminiscencias de sus amistades antiguas, de su sangre primera. “Barro es mi profesión y mi destino / que mancha con su lengua cuanto lame”, rezaban los versos desgarradores de su querido Miguel Hernández. También la lengua inerte de Pedro Garfias quedó manchada indeleblemente con el recuerdo de su tierra española. En su tumba, en el cementerio del Carmen, de Monterrey, figuran dos versos escritos en una servilleta de papel hallada en su habitación, dos versos elegíacos, de soledad sonora y comunicable, su testamento lírico, postrero y definitivo:
“La soledad que uno busca no se llama soledad”.
Primavera de Pedro Garfias
Miguel Polaino-Orts
“Con España presente en el recuerdo con México presente en la esperanza” Pedro Garfias .
“Hoy el suelo de Méjico es más rico, más pobre el cielo de Sevilla” Aquilino Duque .
Hace medio siglo nacía un libro fundante en la nueva literatura hispanohablante -Cien años de soledad- y hace cincuenta años moría también uno de los escritores más honestos, desconocidos y sorprendentes de nuestra poesía: Pedro Garfias Zurita, salmantino de nacimiento, sevillano de adopción, poeta del destierro, del dolor, de la derrota, de la soledad. Su madre, Dolores Zurita Chía, sevillana, había nacido en 1880; su padre, Antonio Garfias Domínguez, onubense de Alosno, en 1866, ciento un años antes de la muerte de su hijo. Pedro -segundogénito del matrimonio andaluz- vino al mundo el 27 de mayo de 1901 en Salamanca, donde su padre -responsable del contrato del consumo del Ayuntamiento salmantino- entonces laboraba. A comienzos de 1905, cuando contaba tres años y medio de edad, retorna su familia a tierra andaluza. Ahí crecerá el joven Pedro; ahí nacerá literariamente el poeta Garfias. Las provincias de Sevilla y de Córdoba albergarán a la familia Garfias los años siguientes. De 1905 a 1911 en Osuna (Sevilla), la vieja Urso romana, bella conjunción monumental del renacimiento andaluz, sede de la antigua y famosa Universidad, tierra de Manuel María de Arjona y de Rodríguez Marín, cuna de la Lex Ursonensis; de 1911 a 1916 en Cabra, provincia de Córdoba, la tierra de Alcalá Galiano y de Juan Valera, el municipio donde vivió Miguel de Cervantes hace 460 años, entre 1558 y 1563. Ambos períodos modelan intensa, violentamente la personalidad del joven Garfias. Los años ursaonenses hicieron de él -a la fuerza ahorcan- un niño solitario y retraído. Los años egabrenses supusieron su nacimiento a la literatura.
El tránsito de la familia Garfias por la provincia sevillana se vería, en efecto, alterado por la muerte de Doña Dolores, en 1909. Pedro contaba ocho años, uno más su hermano mayor. La muerte de su madre le sume en la soledad y en el silencio. Pedro se convierte en un niño taciturno, ensimismado, tendente a la soledad (la soledad será un concepto central de su poesía y, ay, de su vida). La comunicación exterior del joven Pedro es casi inexistente. Por no hablar, no habla ni con su padre. Andando el tiempo evocará su mutismo, la falta de fluidez en la comunicación paterno-filial, en un poema memorable :
“¿Por qué no hablamos nunca, largamente, tú y yo, padre, cuando esto era posible, como dos hombres, como dos amigos,
o dos desconocidos que se encuentran
en la jornada y echan un cigarro
y se sientan al borde de la vida mirando pasar la tarde y el camino
y hablan, hablan y callan, pausas de humo, miradas vagas, las palabras caen
o se quedan flotando en el silencio,
a veces dicen la verdad primera,
el origen, la fuente, y se desnudan,
las palabras desnudas amanecen,
por qué no hablamos nunca, solos, largo?…”.
Su hermetismo encontrará remedio, al cabo del tiempo, en su consagración a la Literatura. También, luego, su compromiso político y social, que expresará asimismo mediante la pluma y la palabra. El poeta es un solitario que habla a través de la poesía (la poesía como comunicación, la lírica como vinculación entre la realidad y el deseo, el verso como expresión de sentido comunicati- vamente relevante). Su locuacidad, su expresividad poética nacerá pronto, en años inminentes, coincidiendo con el traslado del pater familias (contraídas ya segundas nupcias con Felisa Rodríguez García en 1911) de Osuna a Cabra. En la población cordobesa amista el joven Pedro con varios escritores locales, frecuenta reuniones literarias en torno al Centro Filarmónico (que, como dice el estudioso Moreno Gómez, “lo marcó para siempre” ), y ahí publicará también su poema primero, que titulará -paradójicamente- “Versos castellanos” (en La Opinión, con fecha 21 de mayo de 1916, cuando el poeta adolescente tiene aún catorce años). ¿Castellanos? Hace once años y medio que vive en Andalucía a la que llegó con tres y medio. Pero quizá rememoraba en ese momento frío y seco su tierra natal, la tierra en la que su madre le dio a la luz; quizá sus versos primeros fueran un regreso hasta el centro de su corazón, como en los conmovedores versos de Luis Rosales a su madre:
“(…) no sé cómo
voy a llegar, buscándote, hasta el centro de nuestro corazón, y allí decirte, madre, que yo he de hacer en tanto viva que no te quedes huérfana de hijo, que no quedes sola allá en tu cielo,
que no te falte yo como me faltas” .
Tiempo vendrá, y no tardando, en que Pedro Garfias prime, aun a la distancia, su andalucismo, su amor a la tierra de su juventud, por encima de otras circunstancias vitales (hasta Pablo Neruda le recordará luego “poeta andaluz” y algunas antologías y crónicas de entonces lo tienen igualmente por nacido en Andalucía ). Quizá no yerren del todo quienes eso suponen. “Mi corazón está donde ha nacido / no a la vida, al amor”, escribió Antonio Machado . Pedro Garfias nació al amor, a la
poesía y al dolor en su tierra andaluza.
En mayo de 1916 termina el Bachillerato en el Instituto de Cabra y durante el año académico 1916/17 se matricula en el curso Preparatorio de Derecho en la Universidad de Sevilla. Inmerso ya como andaba en la decantación de su vocación literaria, más preocupado por la literatura que por el Derecho, hubo de repetir el curso al año siguiente (su inscripción, por cierto, como alumno en la Facultad sevillana de Derecho, que en este 2018 celebra el Quinto Centenario de su fundación, tendría antecedentes ilustres entre los literatos, desde Mateo Alemán a Juan Ramón Jiménez y en las aulas universitarias coincidiría con un atildado compañero de estudios con el que, andando el tiempo, compartiría una vida paralela en el exilio, en la vocación literaria y hasta en su muerte mexicana: Luis Cernuda). Pero pronto dejará de lado los enrevesados problemas jurídicos y se consagrará de lleno a la literatura. De Sevilla se traslada a Madrid, lanzado ya al vacío de la moderni- dad literaria, en la senda del creacionismo y del ultraísmo. En la capital entabla prontamente amistad con el escritor sevillano Rafael Cansinos-Asséns, a quienes los jóvenes del Ultra, tienen por maestro, y luego conoce al chileno Vicente Huidobro, que confiere al grupo de la juventud creacionista un espaldarazo literario. Entre los medios principales de difusión de su ideario y de su obra destaca, quizá por encima de todas, la revista sevillana Grecia, fundada en 1918, donde Pedro Garfias firmaría en 1919 “Un manifiesto literario”, la presentación en sociedad del ultraísmo literario español, que lleva las rúbricas de Xavier Bóveda, César A. Comet, Fernando Iglesias, Guillermo de Torre, Pedro Iglesias Caballero, Pedro Garfias, J. Rivas Panedas y J. de Arocas . En el mismo empeño literario se encontrarían Gerardo Diego y Jorge Luis Borges, visitante de Sevilla en aquellos años y colaborador activo de la revista Grecia, dirigida por Isaac del Vando-Villar y con Adriano del Valle como Redactor Jefe, y donde también menudearía la firma de Pedro Garfias, uno de los más activos en esas páginas perdurables, y que intimaría con Borges en esos años fundacionales.
Y pronto, ya, imparable y frenética su actividad literaria, su amistad con Moreno Villa, Lorca, Alberti y Buñuel en la Residencia de Estudiantes, la publicación de su libro primero (Alas del sur, en 1926), su noviazgo inicial con Lolita Neira, su matrimonio con Margarita Fernández Repiso el uno de diciembre de 1929, su vuelta por motivos profesionales a la provincia de Sevilla (residirá en Écija en 1928 y 1929) y luego en la de Jaén, su implicación política en la antesala de los años turbulentos, en los que demostró su compromiso político y social adscribiéndose al Partido Comunista el año 1931, al tiempo que se proclamaba la República… Son años de consagración literaria, en los que vence su mutismo con la poesía y da cauce a sus inquietudes con la palabra, pero también serán, pronto, años de desengaños, de familiarización con la muerte, de convivencia con el dolor. A la muerte temprana de su madre, antes de cumplir sus diez años, añadirá, en plena juventud, la de un amigo del alma, compañero de aventuras y de empresas literarias y culturales de sus primeras ilusiones. Y -luego- la ruptura abrupta de la guerra, la desafección, el olvido, la muerte (la muerte de su familia más íntima y, asimismo, la muerte de gente querida, tan cercana). “Viviste plenamente tu vida de poeta”, le escribirá a Lorca , en su despedida publicada en el poemario Héroes del Sur, de 1938, el último suyo publicado en España y ya perfumado con aroma de martirio. Y añadirá: “y muertos te mataron a ti, que eras la vida / y la espiga y el árbol y la yerba y la rosa”. Ya en el exilio le llegaría el hachazo invisible y homicida que derribó a Miguel Hernández, el camarada rebelde, el otro poeta del pueblo, a quien dedicará también versos conmovedores.
Son años en que supera la timidez con el arrojo, el retraimiento con la beligerancia. Probablemente no haya otro nombre en la literatura del momento tan comprometido con la política como Pedro Garfias, a excepción de Hernández, el pastor poeta, otro caso paradigmático de retraído que, como Garfias, vence con belicosidad e inconformismo el creciente mundo de las injusticias. Su implicación en la causa social, en la revolución política es intensa, plena, incondicional, y protagonizará campañas de agitación en diversos frentes. En esa época escribirá, por ejemplo, poemas de guerra que no son, como los de tantos otros, de pura circunstancia sino de elevada belleza, de técnica depurada, un documento humano y literario de primer nivel. “Su poesía de guerra fue de lo más auténtico, humano y sincero que salió de su alma”, dirá el estudioso Moreno Gómez . Con ellos ganará, en 1938, el Premio Nacional de Literatura, ex aequo con el poemario Destino fiel de Emilio Prados, otra vida, otra muerte paralela en el exilio mexicano . En el jurado del Premio figuraban Antonio Machado, Tomás Navarro Tomás y Enrique Díez Canedo, con el que luego coincidirá en tierra mexicana. Allí, ya en México, se publicarán en 1941, los versos de Garfias bajo el título -sobrio, desencantado- de Poesía de la guerra española , tras una primera edición española -modesta e inicial- de 1937 .
La guerra, la muerte, el dolor, el exilio fueron adumbrando su poesía de “soledad y otros pesares”, parafraseando un brillante (y vibrante) título suyo , uno de sus varios libros mexicanos. Le acompañarán ya para siempre. Durante la guerra civil, del 36 al 39, mantiene activamente su militancia antifranquista, participando como comisario político en actividades múltiples. A la vista del empeoramiento progresivo de la situación, Garfias se ve obligado a abandonar España. Es la noche del 9 al 10 de febrero de 1939 cuando deja, por el puerto de Portbou, su país para siempre. Es el éxodo de una generación literaria, intelectualmente brillante. Unos días antes, a fines de enero de 1939, días antes de la ocupación de Barcelona por el ejército nacional, sale de la capital catalana camino de la frontera francesa, en una ambulancia proporcionada por el Director General de Sanidad José Puche Álvarez, una expedición en la que se integran, entre otras personas, un poeta y profesor sevillano: Antonio Machado y su madre octogenaria Doña Ana Ruiz, además del Profesor Joaquín Xirau, Catedrático de Filosofía, y su esposa Pilar Subías, padres del joven Ramón, que andando el tiempo se convertiría en destacado poeta y filósofo en México, su país de adopción. Para Garfias, como para los Machado y los Xirau, la tragedia del exilio comenzaba recién. Ya no volverían a España jamás. Para algunos fue efímera, para todos dramática. Antonio Machado moriría casi inmediatamente, en el puerto de Collioure, pocos kilómetros después de cruzar la frontera, el 22 de febrero de 1939, después de una agonía rápida, triste y dolorosa. Dos días después, allí mismo, fallecería su madre, que había agonizado, junto a su hijo, en la cama de al lado . Para Garfias comenzaba un largo exilio que le llevaría por tierras francesas, inglesas, americanas. Tenía 37 años. No regresaría a España. Era también para él, como he dicho en otro sitio, el primer día del resto de su vida , entre el recuerdo y la esperanza.
“Qué hilo tan fino, qué delgado junco -de acero fiel- nos une y nos separa con España presente en el recuerdo con México presente en la esperanza” .
Apresado en el campo de concentración de Haras, cerca de Perpignan, logra escapar a París, donde le da posada el escritor Corpus Barga, tío de Ramón Gómez de la Serna y luego exiliado largos años al Perú (son deliciosos sus libros de memorias Los pasos contados). De Francia, tras despedirse de su esposa, pasa Garfias el 6 de marzo de 1939 a Inglaterra, donde vive en el castillo de Gavin Henderson -segundo Lord Faringdon- en el pueblo de Eaton Hastings, en el condado de Berks. Allí pasará dos meses en los que alumbrará el más bello poemario salido de su pluma (“Garfias sublimó el castigo del exilio con la más alta poesía” ), el más relevante de todo el exilio español en opinión de Dámaso Alonso: Primavera en Eaton Hastings, y donde vivirá momentos de desesperación y de angustia, de resignación y de llanto. Pablo Neruda, su amigo de los años madrileños de los primeros treinta, recuerda en sus memorias póstumas una anécdota de Garfias durante sus días de exilio que mucho habla de su mutismo y de sus
desmemoriadas y comunicables soledades:
“[…] El castillo estaba siempre solo y Garfias, andaluz inquieto, iba cada día a la taberna del condado y silenciosamente, pues no hablaba inglés sino apenas un español gitano que yo mismo no le entendía, bebía melancólicamente su solitaria cerveza. Este parroquiano mudo llamó la atención del tabernero. Una noche, cuando ya todos los bebedores se habían marchado, el tabernero le rogó que se quedara y continuaron ellos bebiendo en silencio, junto al fuego de la chimenea que chisporroteaba y hablaba por los dos.
Se hizo un rito esta invitación. Cada noche Garfias era acogido por el tabernero, solitario como él, sin mujer y sin familia. Poco a poco sus lenguas se desataron. Garfias le contaba toda la guerra de España, con interjecciones, con juramentos, con imprecaciones muy andaluzas. El tabernero lo escuchaba en religioso, sin entender naturalmente una sola palabra.
A su vez, el escocés empezó a contar sus desventuras, probablemente la historia de su mujer que lo abandonó, probablemente las hazañas de sus hijos cuyos retratos de uniforme militar adornaban la chimenea. Digo probablemente porque, durante los largos meses que duraron estas extrañas conversaciones, Garfias tampoco entendió una palabra.
Sin embargo, la amistad de los dos hombres solitarios que hablaban apasionadamente cada uno de sus asuntos y en su idioma, inaccesible para el otro, se fue acrecentando y el verse cada noche y hablarse hasta el amanecer se convirtió en una necesidad para ambos.
Cuando Garfias debió partir para México se despidieron bebiendo y hablando, abrazándose y llorando. La emoción que los unía tan profundamente era la separación de sus soledades.
– Pedro -le dije muchas veces al poeta-, ¿qué crees tú que te contaba?
– Nunca entendí una palabra, Pablo, pero cuando lo escuchaba tuve siempre la sensación, la certeza de comprenderlo. Y cuando yo hablaba, estaba seguro de que él también me comprendía a mí.” .
El 25 de mayo de 1939 embarca en el mítico paquebote Sinaia camino de México. Parten del puerto de Sète y unas semanas después (dieciocho días, exactamente) arribarán al puerto de Veracruz, con las mismas dudas, idénticos temores, parejas esperanzas con las que, 420 años antes, arribara al mismo puerto Hernán Cortés durante la Semana Santa de 1519. Componen la expedición del Sinaia casi dos mil personas, entre ellos muchos compañeros de letras, partícipes de la desgracia, amigos del alma: Juan Rejano, Benjamín Jarnés, Eduardo de Ontañón, Adolfo Sánchez Vázquez, Antonio Sánchez Barbudo, Manuel Andújar. (México: destino final, como el de tantos exiliados españoles, toda una generación de brillantes intelectuales, escritores, profesores, científicos, filósofos, poetas, que se vieron favorecidos por la generosa decisión personal del General Lázaro Cárdenas de recibirlos en tierra mexicana y de brindarles hospitali- dad y trabajo ). En México vivirá Garfias 28 años, recorriendo el país, errabundo, bohemio y errante, del norte al sur, del este al oeste, de Veracruz a Guadalajara, de Ciudad de México a Monterrey. Allí se acentuaron su alcoholismo, sus neurosis y sus dolencias, allí sublimó sus soledades y sus amarguras, pero también sus amistades. Querido por todos, por todos admirado, Elena Poniatowska me lo ha recordado extrovertido y locuaz, con la locuacidad del ebrio, él tan meditabundo .
En México publicará sus últimos poemarios, todos sobre la misma temática (el amor, el olvido, el encuentro, la soledad, el recuerdo, la desesperanza, la muerte), empezando por el conmovedor libro Primavera en Eaton Hastings, un hermoso documento del exilio, redactado -siendo ya carne transterránea, pero con el corazón en su tierra- “en Inglaterra, durante los meses de abril y mayo de 1939, a raíz de la pérdida de España”. Será su primera publicación foránea (aparecerá en 1941) y se reeditará, también allí, veinte años después (es el único texto garfiano que conocerá reedición, como obra exenta, en vida del poeta, además de su reedición en Soledad y otros pesares, en 1948 ). La Primavera… es un poema nacido del dolor, de la desesperación, de la desesperanza: un canto conmovedor sobre la soledad del transterrado que supura -en cada sílaba, en cada verso- dolor y la conciencia sobre la inexorabilidad del exilio, que ya no tiene vuelta atrás. El libro se compone de poemas (numerados del I al XX) más otros dos “intermedios de llanto”: una sucesión torrencial de sentimientos, una confesión patética y conmovedora de imágenes y de sentidos trasladados sin interrupción al exterior, con palabras vibrantes. Los críticos han señalado el proceso creativo del poeta: escrito en breves días, como en una revelación, todavía en tierra británica, durante los meses de abril y mayo de 1939. Cuatro o cinco conceptos pueblan el discurso como en una obsesión permanente, recurrente y cegadora: la soledad, el olvido, el color cambiante -mutable, declinante- de la primavera al invierno, el temor al horror vacui, la necesidad de hablar frente al silencio, el futuro inminente en un presente ausente, la necesidad de vivir cuando la vida termina:
“desiertas soledades”, “verdes campos inmortales”, “piel inmaculada de la tarde”, “rumoroso pelo embravecido”, “risa palpitante”, “ramas verdeantes”, “finas cuerdas del silencio” (poema I), “clara soledad me va creciendo” (II), “soledad perfecta”, “soledad callada”, “silencio transparen- te” (III), “dulce pesadumbre”, “pulmón de sombras” (IV), “Yo te puedo poblar, soledad mía”, “mi blanca Andalucía” (V), “La España que he perdido” (VI), “libertad de andar a mi albedrío” (VII), “llorar sobre mis llantos olvidados” (primer Intermedio de llanto), “llantos infantiles” (VIII), “viento enamorado”, “El viento tiene palabras” (IX), “bosque en primavera” (X), “sol que me funde” (XI), “si me pusiese en pie (…) / podría hablar contigo” (XII), “Eso fue todo” (XIII), “azules, blancas, doradas”, “el silencio tiene un nombre / Tu silencio” (XIV), “dolor mordido”, “yo he de gritar mi llanto”, “mi llanto de becerro que ha perdido a su madre” (segundo Intermedio), “Andar es lo ordenado. / Seguir nuestro camino” (XV), “gran voz”, “mensaje a través de las aguas”, “sobra que me acompaña” (XVI), “camine conmigo”, “bosque primaveral”, el empleo de futuro en alguien que no tiene futuro: “volverá”, “veré”, “traerá” (XVII), “hermano fuego”, “viento enamorado”, “corazón palpita y canta” (XVIII), “cielo”, “verdes”, “desnudez”, “horizonte” (XIX), “dolor contigo”, “sencillez”, “dignidad”, “Hombres de España muerta / hombres muertos
de España / compartísteis lluvia y espanto” (XX)…
Primavera en Eaton Hastings se vivió (es un poema vivido) físicamente en Inglaterra pero mentalmente en España con el pensamiento puesto en un lugar ignoto, en un sitio desconocido: el destino del poeta, el lugar que el destino le había de deparar. La obra no se publicaría hasta tiempo después, en las prensas mexicanas de Tezontle, a fines de abril de 1941 , en edición a cargo del joven Francisco Giner de los Ríos (1917-1995), depositario de un apellido cimero, y del mismo autor. Es conocida la anécdota sobre la ausencia de un manuscrito físico del poemario. Parece que al visitar al editor mexicano con vistas a la publicación, éste le requirió el texto para su revisión. Con incredulidad oyó la respuesta del poema: no disponía de copia autógrafa ni mecanografiada, pero a continuación sorprendió a todos dictando a la mecanógrafa el texto íntegro que conservaba grabado, a sangre y fuego, en la memoria. Aunque algún estudioso la considera apócrifa , lo cierto es que la narra un testigo directo de los hechos: el propio Giner, y -en todo caso- no sería extraño que en persona tan sensible a episodios vitales tanto afectara el trauma del exilio, ni permaneciera inolvidada por largo tiempo esa vivencia (España grabada indeleble, al cabo de los años idos, en el corazón del poeta). La primera edición, mexicana, de la Primavera mantiene también vivo el aire y el ambiente en que se concibió. Como sostiene José María Barrera, “(a)l observar la primera edición y ver, en su portada el dibujo de Moreno Villa, con árboles, hierbas y lluvia, el lector se siente trasplantado a ese mundo de sentimientos y realidades donde -entre versos y lágrimas- se puebla la soledad interior de un hombre deshabita- do” . Veinte años después aparecerá una segunda edición, impresa en los talleres gráficos de la Librería Madero, el 15 de diciembre de 1962, bajo el sello de la editorial Era, con cuatro dibujos de pintores exiliados o oriundos de España: Arturo Souto, Antonio Rodríguez Luna, Vicente Rojo y Alberto Gironella .
Primavera en Eaton Hastings marca un hito fundamental en la obra y en la vida de Pedro Garfias. Sus líneas constituyen una confesión desgarradora, el más sincero documento notarial de confesión sobre el exilio. Entre la primera y la segunda edición transcurre la vida mexicana de Pedro Garfias. Será la primera publicación de Garfias en su país de adopción y también la última. Entremedios dará a la imprenta un puñado de libros conmovedores que llevaban en su cauce un Río de aguas amargas, como tituló el último de ellos (sin contar la segunda edición de Primave- ra…) aparecido en tierra mexicana, en 1953 . Años después, en 1962, el historiador, político y diplomático Santiago Roel, a quien Garfias había dedicado su Río… y que, con el tiempo, sería Ministro de Relaciones Exteriores entre 1976 y 1978 en el Gobierno de López Portillo, publicaría una biografía de Pedro Garfias . Aun alcanzaría Pedro Garfias su gloria póstuma en algunas composiciones artísticas y literarias posteriores. Víctor Manuel musicaría un poema suyo que haría fortuna, aunque sea desconocido para muchos que la letra de esa canción la escribió nuestro poeta. Y el escritor exiliado Max Aub lo haría protagonista de su novela Campo de los almendros, de 1968, en momento inmediatamente posterior a su muerte, como décadas después, el malogrado (y celebradísimo) Roberto Bolaño en su novela Amuleto (1999), donde literaturiza a Garfias y a León Felipe, otro símbolo del exilio literario hispano: “don Pedro no se reía, Pedrito Garfias, qué melancólico, (…) me miraba con ojos como de lago al atardecer”. (La metáfora del lago rememora la imagen garfiana del “agua presa”, recurrente en su literatura primera, todavía presa de la opresora España: “A lo lejos, sobre el horizonte, glogoteaba el día, como un agua presa” ; “muerta la aurora, igual que un agua presa” …). Y varios estudiosos (como Ángel Sánchez Pascual, Francisco Moreno Gómez o José María Barrera) le dedicaron su atención en diversos estudios y ediciones, como la bella colectánea de los núms. 115 a 117 de la mítica revista Litoral, en 1982. También el Ayuntamiento mexicano de Guadalajara editó en 1985 un bello volumen misceláneo en su homenaje.
La muerte le llegó, sexagenario, envejecido, agotado de soledad, saturado de vida y biografía. La historia de Pedro Garfias es, en México, la de una destrucción, lenta, pausada, como en su Primavera inmortal, con intermedios de risas y de llantos. Vagabundeó por la república mexicana con espíritu inquieto de inconformista irredento. Vivió años frenéticos de amistad y de vida en los que superó su soledad juvenil con elocuencia de madurez regada de tequilas, amistades y versos.
“El iba solo tambaleándose. Borracho de amor, borracho de hambre borracho de alcohol, quién sabe.
El iba solo tambaleándose.” .
A la postre, se confunden sus huesos con su país de adopción en la tierra mexicana. Pero también, al final, se confunden sus restos, en un viaje de retorno en la memoria y a la juventud, con su España natal, con su tierra española. El mismo Pedro pidió (como ha recordado Manuel García en un poema bellísimo ), en versos, que vertieran tierra suya en la boca inerte al momento de su viaje postrero.
“Me gustaría
que fuese tarde y obscura la tarde de mi agonía. (…)
Me gustaría
que me llenasen la boca de tierra mía” .
Volvían, así, las reminiscencias de sus amistades antiguas, de su sangre primera. “Barro es mi profesión y mi destino / que mancha con su lengua cuanto lame”, rezaban los versos desgarrado- res de su querido Miguel Hernández. También la lengua inerte de Pedro Garfias quedó manchada indeleblemente con el recuerdo de su tierra española. En su tumba, en el cementerio del Carmen, de Monterrey, figuran dos versos escritos en una servilleta de papel hallada en su habitación, dos versos elegíacos, de soledad sonora y comunicable, su testamento lírico, postrero y definitivo:
“La soledad que uno busca no se llama soledad”.